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El ser humano cultural y social

(Por: Daniela Spano) – Hacer de cada uno un ser socialmente libre es la resultante de la toma de conciencia del estado de la sociedad en que nos toca vivir. Es el producto de la decisión de querer ser mejor.

Cada caso que le pasa al hombre es expresión del modelo social histórico en el que está inmerso. El gusto de cada uno, la forma de expresarse, el trabajo, el modo de vestirse y los alimentos que come, expresa a la sociedad que los contiene. Por eso podemos decir que es transformando o dignificando la vida social, como se transforma o se adquiere una vida individual cualitativamente diferente.

Reitero lo planteado en el artículo Sociedad, Cultura y Educación; es interesante tener en cuenta la relación dialéctica entre moral social y moral individual, entre necesidades y valores en la que no siempre están presente valores que representan el bien o el mejoramiento de todos. En nuestro tiempo por ejemplo solidaridad e individualismo se presentan como valor y antivalor. La preeminencia de uno u otro en el seno de la sociedad, perfilará el rumbo de esta y la conducta de sus miembros.

Si la experiencia moral individual se forma en función de la ética social, es inevitable que tome el sentido que ésta le imponga. Y ese sentido puede adoptar rumbos diversos. En este marco, creo necesario reflexionar sobre la “cultura”. Para ello he recurrido al capítulo “Sobre las acepciones del término Cultura”, del libro “Cultura y Contracultura” del epistemólogo, educador y escritor Jorge Bosch, por considerarlo apropiado y por la seriedad manifiesta en la argumentación del tema propuesto. Según este autor existe acerca del término cultura una insistente confusión semántica con malignas implicaciones ideológicas y políticas.

La etimología de la palabra latina “cultura” esta íntimamente relacionada con el verbo “cultivar”; que en sentido estricto refiere al cultivo de la tierra, y en sentido figurado al cultivo del gusto, de la inteligencia, del cuerpo. Una sólida tradición, asocia la cultura al cultivo del saber, de la inteligencia, de la sensibilidad estética; y las obras de la cultura a las obras de la ciencia, del arte y de la filosofía. Pero esta tradición, en la segunda mitad del siglo XIX, vino a ser interferida por una costumbre difundida por los antropólogos, los etnólogos y los sociólogos.

E. Tylor, antropólogo británico llamó cultura al conjunto de todos los rasgos de carácter social que caracterizan a una comunidad humana: “esa compleja totalidad que incluye el conocimiento, el credo, el arte, la moral, el derecho, la costumbre y otros hábitos y cualidades cualesquiera adquiridos por el hombre como miembro de la sociedad”. Es decir que junto a los ritos, a las obras de arte, los sistemas científicos, encontramos sus diversiones, sus regímenes de alimentación, su vestimenta, sus supersticiones, sus maneras de cumplir y eludir la ley, y hasta sus formas de caminar y de reír.

Algunas diferencias entre el término tradicional de cultura y la acepción antropológica, pueden servirnos para ir pensando la relación dialéctica entre moral social y moral individual sin olvidar que en ella no siempre están presentes aquellos valores que representan el bien común. El concepto tradicional conlleva un sentido con referencia tanto a comunidades como a individuos, podemos hablar de la cultura de la edad media y de la cultura de Dante; la acepción antropológica tiene solamente dimensión social: los individuos solo participan en mayor o menor grado de la cultura a la que pertenecen, es decir que la dimensión individual es prácticamente nula. No admite la derivación del adjetivo “culto” o “culta”, es neutra en relación con el valor y el prestigio: los antropólogos estudian y describen las diferentes culturas pero se abstienen de establecer criterios de superioridad o de valoración. La acepción tradicional en cambio está vinculada con ellas: acepta que la adquisición de cultura es un bien, algo deseable y digno de ser alentado.

El error lógico, consiste en atribuir a una de las acepciones de la palabra cultura ciertas características de la otra. Se comienza por adoptar la acepción antropológica y de acuerdo con ella se afirma por ejemplo que el fútbol profesional es un aspecto de la cultura; se pasa subrepticiamente a la acepción tradicional y se concluye que el mismo es un bien cultural, capaz de poseer y conferir prestigio en el mismo sentido en que pueden hacerlo una obra de arte o un descubrimiento científico. Se ha operado así una falacia, un “deslizamiento del prestigio” y en virtud de esto se defienden todas las vulgaridades de la civilización industrial: la música banal y estridente, las modas de la propaganda televisiva, el sentimiento primario de las canciones, de los comentarios y de las “dramatizaciones” que la radio y la televisión difunden masivamente; y también la idolatría por los deportistas y la fascinación por las intimidades de las estrellas del espectáculo. Los antropólogos dirían que todas estas vulgaridades son rasgos, quizá importantes, de la cultura industrial moderna. Todas las vulgaridades de la civilización industrial merecen el mismo respeto que las grandes creaciones del espíritu humano. Desde el punto de vista antropológico son rasgos culturales las ceremonias de casamiento y las formas de delincuencia, las honras fúnebres y las estafas, las modalidades de trabajo y los métodos de corrupción de la conciencia.

Estoy convencida de que es a partir de las condiciones concretas que cada cual se ve obligado a desarrollar su conciencia y por lo tanto a edificar, a partir de la práctica social, un modelo de vida que permita desarrollar la propia vida y la del conjunto. La conciencia social digna, se opone a la mediocridad social. No es la transformación de un individuo aislado lo que modificará las condiciones generales de vida. Es imposible intentar rescatar al ser humano de una situación social degradante, sin las condiciones materiales y espirituales que le permitan elevar su calidad de vida. Para ello, como dice Beatriz Sarlo, se necesita una mutación cultural.

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