Recuerdos y más recuerdos, la historia del clan Audero – Capítulo 13

Llegó el último día del año 2000, fin en el planeta Tierra del siglo XX y del segundo milenio, para darle paso al año 2001, acompañado por el siglo XXI y el tercer milenio.

Debo ser sincero y decir la verdad con total tristeza. Fue el derrumbe del clan Audero, comercial y físicamente. Delio decidió, y con razón, dejar de repartir. Fueron más de 50 años, ya no podía más. Aremo Ribotta, que repartía independientemente para nosotros, también decidió dejar porque el reparto ya no le rendía. H. Caglieris por suerte se jubiló.

Nos vimos obligados a unificar los tres repartos en uno solo, del cual se tuvo que hacer cargo el gran Olivio, acompañado por Amílcar. Yo notaba, lo veía, que a Olivio no le gustaba repartir.

No era para menos, ya que a su edad no le resultaba nada fácil hacerlo. Teníamos todavía unos ciento cincuenta clientes, todos casas de familia, y no podíamos dejarlos de un día para otro. Además, aún estábamos enganchados con Chiappero, que no le llegaba nunca la fecha de cumplir los 65 años para que se jubilara.

En ese año 2001, cuando cumplí los 65 años de edad, en la fecha 23 de agosto, me jubilé en tiempo récord. A los tres meses de haber cumplido los años, recibí la liquidación para cobrarla. Estando como estábamos económicamente, fue para mí una gran ayuda.

A fines del año 2002 se me enfermó Aydee. Tanto los médicos de aquí Sunchales que me la atendieron, y otros de la ciudad de Rafaela, nos pidieron estudios de ecografías, tomografías y toda clase de análisis. Ninguno pudo detectar qué enfermedad tenía.

Yo ya no tenía más el auto, porque lo había vendido. El dinero que me pagaron por el mismo me duró menos de cuatro meses. Se me había ido todo en medicamentos.

Mientras Aydee empeoraba cada día más, nunca me dijo si sentía dolor, pero sí que notaba que las piernas no la sostenían, perdiendo fuerza, hasta que ya no pudo caminar más.

Hablé con tantos médicos, entre ellos el Dr. Periotti. Él me comentó que en el sanatorio San Roque, iba una vez al mes el Dr. Enrique Hiskin, especialista en neurología. Pedí turno, y llegó el día de la visita. El Dr. Hiskin la revisó. Más que revisarla, nos preguntaba cómo se sentía. Le contestaba yo porque Aydee por momentos no hablaba bien. Hasta que finalmente nos dijo que sabía qué enfermedad padecía. Se llamaba esclerosis múltiple, que provoca el endurecimiento de órganos y tejidos del cuerpo.

Aydee se largó a llorar como una criatura, porque hasta ese momento, ningún médico había sabido decirnos qué enfermedad tenía. Yo le pregunté si era curable, y él me respondió que si, pero que sería un tratamiento a largo plazo, y que por el momento continúe tomando los mismos medicamentos que le habían recetado. Hiskin pidió verla el mes siguiente, es decir, treinta días después para ver cómo evolucionaba.

Mientras tanto, el doctor aprovechó para decirme lo siguiente: «Audero, te quiero comentar que aún la ciencia no descubrió ningún medicamento para curar esta terrible enfermedad. Pueden pasar varios años, va a empeorar cada vez más. Tratá de estar preparado, hasta que llegue al punto final. Disculpame por lo que te acabo de decir, pero creo que merecés que te haya dicho la verdad, por ver que sos un hombre notable, simpático y fuerte anímicamente».

El 24 de febrero de 2006, fue otra fecha fatídica: la muerte de mi hermano Delio. Tristeza total, lógicamente más para Argentina y sus chicos.

Llegó el día martes 11 de agosto de 2009. Más tristeza. Se me muere Aydee, después de padecer siete años la fea, mala y terrible enfermedad ya conocida por nosotros.

La habíamos internado por un par de días en la Clínica Sunchales. Durante el día la visitaban siempre Roxana, Marina, todos los chicos, parientes y amistades. Pero el destino quiso que cuando quedamos los dos solos, siendo las 21.30 hs. de ese martes, Aydee me mire a los ojos, y tras soltar dos fuertes ronquidos, muera. Solamente la muerte logró separarnos luego de 44 años de casados.

El 2 de enero de 2011, se nos va para siempre la abuela, la Tata, que había pasado a ser una integrante más del clan Audero.

A pesar de estos momentos tristes, penosos y fatales, seguíamos tratando de mantener el negocio de pie. Pero lamentablemente sucedió otro hecho fatídico una mañana, mientras Olivio y Chiappero estaban realizando el reparto.

Olivio terminaba de atender a un cliente, y al llegar a la calle donde estaba estacionada la camioneta, yo nunca supe bien cómo fue, si se resbaló o perdió el equilibrio, la cuestión fue que una motocicleta lo embistió.

Este accidente le provocó quebradura de cadera, de la cual nunca más se pudo recuperar. Yo lo iba a visitar un rato los días domingo. Me parecía increíble verlo totalmente entregado, no me preguntaba nada del reparto, ni siquiera de su San Lorenzo querido, no decía absolutamente nada de nada.

Mientras tanto, yo me las ingeniaba para seguir repartiendo, porque Chiappero no sabía manejar la camioneta. Pero el destino quiso que me visite un señor que hacía muchos años que no veía, y me resultó imposible reconocerlo.

Le dije con sinceridad, que no lograba darme cuenta quién era, hasta que él me dijo su nombre: Horacio del Carpio. «¡Ahora si sé quien sos! El que promocionó cuando se comenzaba a practicar el deporte del paddle. Eras el capo capo», le dije.

Le comenté que estaba buscando a una persona que maneje la camioneta, para seguir repartiendo hasta fin de año, que dejaríamos y cerraríamos el negocio. Lógicamente con Chiappero de acompañante, porque él no sabía manejar, pero sí conocía a todos los clientes. Chiappero hacía el trabajo de vender la mercadería, cobrar, y anotar los que abonaban mensualmente. Además le mencioné que se repartía los días lunes, martes, jueves y viernes, solamente por la mañana.

Horacio del Carpio me dijo que él podía ayudarme, pero solo hasta octubre, porque durante noviembre y diciembre estaría en Buenos Aires visitando a sus hijos, como lo hacía todos los años.

Le pregunté cuánto pensaba cobrarme, y me contestó que si le podía dar algo de dinero los días de reparto, para salvar el gasto que tenía por el vicio de los puchos-cigarrillos, era suficiente. Y si no, que hacía el trabajo lo mismo, como una gauchada, porque entendía perfectamente el momento que yo estaba pasando. Le di las gracias por su actitud.

El día después salieron a repartir. Yo no veía la hora de que llegaran, para saber cómo les había ido. Al regresar, me dijeron en dúo que por demás de bien.

No se imaginan ustedes la alegría que yo tenía por estar solucionando, en parte, el reparto. Para los otros dos meses que faltaban para terminar el año, hablé con el gran Edgar «Giraudín» que tenía un pequeño reparto de su sodería, y aceptó ayudarme de inmediato, siempre con Chiappero de ayudante.

Les comento que teníamos más clientes que nos iban a comprar al negocio, que en el reparto. Además había que atender y recibir las mercaderías, que comprábamos a los distintos proveedores que eran: Quilcer, de la ciudad de Rafaela; Mistura, de Coca Cola y Estambul; Galotto, de la soda Pabri de Brinkmann; Bainotti y Cía.; La Gallega, de Morteros; Morandini, del vino en damajuana, y otros más.

Para ello, debíamos tener los vacíos preparados, recibir dichas mercaderías, controlar la cantidad comprada, y abonarlas. Era mucho trabajo para dos personas. La verdad no sé cómo hacíamos para aguantar.

Si lo sé desde que se me enfermó Aydee, comencé a evocar continuamente a Dios: por darme y seguir dándome esta enorme fortaleza física y anímica.

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