Recuerdos y más recuerdos, la historia del clan Audero – Capítulo 6

En 1949 le tocó a Olivio hacer el servicio militar. Tuvo la suerte de incorporarse en el cuartel de Santo Tomé, por lo que estaba más en casa que en el regimiento, debido a la cercanía. Recuerdo cuando le pidió a papá que comprara pinturas verde, azul y roja para pintar las herramientas antes del remate. Yo los ayudaba, para mi era trabajar, pero al mismo tiempo me divertía, mejor dicho, jugaba con las pinturas y me ensuciaba de pies a cabeza. En verdad esas máquinas quedaron muy bien presentadas.

La organización del remate estuvo a cargo de la Cooperativa Ganadera de Vila, con un señor martillero público, y los demás requisitos del caso. Era una costumbre casi obligación, que el día del remate, el almuerzo sea un asado popular y gratis, para atraer más a los compradores. Pero eran más los comensales que dichos compradores. Fue un día aparentemente de fiesta. Se lograron vender todos los animales y máquinas, excepto una yegua llamada «La Hilacha» con su hijo «Tostadín» y la jardinera de cuatro ruedas que se usaba para llevar la leche, porque se pensó en traerla a Sunchales para agrandar el reparto.

Con la venta de todo, apenas se reunió el dinero para cancelar la parte que debía papá por la compra de la sodería. Jamás me olvidaré de la amargura y tristeza que tenían el pobre Delio y el pobre Olivio. Lloraban como dos criaturas al ver que los compradores retiraban y se llevaban los animales y herramientas que habían adquirido.

Después de ordenar todo el gran trajín que ocasionó el remate y demás cosas, se decidió fijar la fecha de la mudanza a Sunchales del 1 al 5 de febrero de 1949. Papá le habló a su amigo, el poderoso Don Domingo Sapino, dueño de cantidades de campos, ramos generales y una flota de cuatro camiones con acoplados, que nos parecían inmensos por esos tiempos. Sapino nos cobró únicamente el valor del combustible que consumía por dicho traslado.

Recién ahí las tías, tíos, parientes y vecinos tomaron conciencia de que era verdad, de que nos íbamos. Decían, siempre en piamontés: «Antonia y Yors sun duy mat, van a fin del mun».

Nos invitaron a cenar el 2 o 3 de febrero, como una despedida. Fuimos temprano, aproximadamente a las 18.30 hs. Cuando llegamos a Vila, había un solo comentario, el de un accidente en la ruta pasando San Antonio, apodada la veredita de la muerte, por tener una sola mano. Habían chocado de frente un motociclista contra un auto.

El de la moto murió en el instante, y era nada menos que Atilio Manavella, hermano de Osvaldo y Marcelino. Hacía apenas dos meses que el pobre Atilio había comprado la moto nueva, cero kilómetro, marca Norton. Era el único que tenía una moto nueva en la zona. Se la habían entregado sin el asiento del acompañante, y en el momento del accidente estaba yendo justamente a Rafaela, para que le coloquen un asiento doble.

Atilio y Ermelinda tenían un principio de noviazgo, estaban enamorados, y él nos había prometido acompañarnos al momento de realizar la mudanza a Sunchales, para ayudarnos. Pensaba quedarse unos días, por su puesto, él y su moto nueva.

La cena que teníamos con las tías y tíos se suspendió. No era para menos con semejante desgracia. Los Manavella eran los vecinos más cercanos que teníamos, nos separaban unos cien metros. Cruzábamos un campito donde se había marcado un caminito por la cantidad de veces que nos visitábamos, nosotros a su casa o ellos a la nuestra.

Recuerdo como si fuera hoy, estar en el patio de los Manavella, un mundo de gente esperando la ambulancia que traía al finado Atilio. Él era un muchacho querido por todos. Llegó la ambulancia a media noche. No se imaginan lo que fueron los gritos y llantos, la tristeza por parte de los padres, los hermanos, Ermelinda y todos los demás. En esos tiempos no ocurrían tantos accidentes, y éste impactó a propios y extraños.

Llegó el día de la mudanza. Salimos bien temprano, aproximadamente a las seis de la mañana. El chofer que manejaba el camión con acoplado era de nacionalidad polaca, y de apellido Faberck. Yo me senté de acompañante, y él me contó que había estado en la Primera Guerra Mundial, y había tenido la suerte de que no lo mataran. Luego se vino a la Argentina, hacía más de veinte años. «Después conseguí trabajo en la firma de Domingo Sapino, y aquí estoy ahora, manejando este camión y contándote a vos Chocho, parte de la historia de mi vida. Hasta ahora, sos el acompañante más joven que he tenido la suerte y alegría de llevar», me dijo ese día. Mientras yo lo escuchaba, veía cómo manejaba y hacía los cambios de marcha. Sentía la sensación de estar viviendo en otro mundo.

Atrás nuestro venía papá en su auto, con mamá, Ermelinda y Guita. Se vino por Presidente Roca, Egusquiza, la Estancia Boero y se llegó finalmente a Sunchales cerca de la hora 9.00.

Se empezó a bajar los muebles y demás cosas, y lógicamente también las 50 gallinas que nos trajimos. Teníamos tres perros pero no se trajeron. Luego almorzamos y papá en agradecimiento al polaco Faberck por habernos ayudado y sin apuro, le regaló la radio grande que parecía una mesita, esa que le habíamos comprado al señor Chiambreto.

Mientras el polaco la cargaba nuevamente al camión, se largó a llorar como un chiquilín por la alegría, lógicamente que para aquella hora ya tenía unas copitas de más. Menos mal que por esos tiempos no se conocía el control de alcoholemia, sino el polaco debería haber dormido unas cuantas horas antes de salir de vuelta manejando el camión.

Llegó la primera noche cuando se seguía acomodando todo lo que se trajo. Nos lavamos y cenamos lo poco de comida que había sobrado del mediodía. Después nos acostamos, pero ninguno se podía dormir. Parecíamos cinco sonámbulos. Todo resultaba raro y extraño, como si estuviéramos en otro mundo. Papá se la pasó en la vereda fumando su pipa, mamá tomando mate, y las chicas iban al baño a cada rato. Yo fui el único que logró dormir casi toda la noche.

La mañana siguiente llegó rápido, al no poder dormir. Sin embargo hubo que comenzar el ritmo de la nueva vida. Mamá no tenía nada de nada para preparar el almuerzo y cena para ocho personas, ya que éramos los seis Auderos junto a Masín y Osvaldo, los que cubríamos la larga mesa de cedro, sentados en dos largos bancos.

Mamá me dijo, todo en piamontés, que tenía que ir al almacén a comprar todo lo que me había dado anotado. Delio ya le había hablado a los dueños para que nos vendan pagadero mes por mes. La firma estaba integrada por Gerson, Ichie y Marcos Levin. Tenían para vender todo lo que uno quería comprar. Estaban situados a tres cuadras de nosotros, en la esquina de Juan B. Justo y Roque S. Peña. Actualmente está el negocio de Elsener Pinturas.

Cuando entré al negocio y saludé, los tres -el padre y los dos hijos- me dijeron que yo era Chocho, el pibe de la sodería de Audero y Gramaglia. Me quedé asombrado. Luego confirmé que era verdad, que yo era Chocho, y pregunté cómo se habían dado cuenta, si era la primera vez que iba al negocio. Me contaron que Delio les había dicho que su hermanito de 12 años iría a hacer las compras, les describió cómo era yo, y agregó, como ya lo estaban comprobando, que a pesar de que veníamos del campo, no era nada tímido.

«¿Qué vas a comprar? Ya tenemos preparada esta gorda libreta de hule color negra para anotar lo que lleves, al nombre de tu padre Jorge Audero» me dijeron, a lo que yo les respondí: «¿Por qué me preguntan? ¡Si ustedes ya saben todo!». Por el apuro que tenía mamá para organizar todo el despelote que había, compré rápidamente lo necesario, pero advertí que me iban a ver casi todos los días, lógicamente junto a la gorda libreta.

Los saludé agradeciendo mucho por lo amables y buenos que fueron, y me despedí. Mientras estaba abriendo la puerta para salir del negocio, oí que Marcos les decía a los demás: «¡Qué pibe maravilloso y conversador!».

Quiero destacar o recordar que Delio, Masín y Osvaldo, hacía ya casi cinco meses que vivían en Sunchales. Eran los tres jóvenes y solteros, por lo que pasaron a ser amigos de todos, y hasta unos galanes para las mujeres.

Relacionadas

Ultimas noticias