100 años de Independiente de Ataliva: Nuestros recuerdos son nuestra riqueza (Parte II)

Aquel Club de la infancia y la juventud ha cumplido cien años en mi pueblo. Toda una trayectoria de sueños, esfuerzos y alegrías compartidas. Motivada por el acontecimiento, la memoria florece en gratos recuerdos.

La cercanía frente a mi casa de la niñez y la senda (sin vereda aún) que me llevaba cada día a la escuela y a la plaza, hoy parecen ofrecerme, como ayer, la fragancia de sus verdes. La música de los bailes en verano sobre la pista me devuelven todavía la tibieza de los brazos del maestro que se llegaba del norte para bailar conmigo bajo la mirada atenta de mis padres, quienes llegarían a ser sus suegros.

Segunda Parte

Cuando llegaron las hamacas

A la gran extensión vacía, plena de césped generoso, le llegó un día la presencia de las hamacas hacia el lado sur del predio. ¡Qué emoción! En la escuela había otros juegos pero no hamacas. Más que disfrutarlas, lo que hicimos fue consumirlas, absorberlas, dominarlas hacia arriba y hacia abajo, como si quisiéramos rozar el cielo, disfrutadas con amigas de la edad. Durante la primera tarde de estreno nos sorprendió la presencia de arenilla o polvillo fino por la gran cantidad de tiempo que le dedicamos a ese debut. Por supuesto, nos trajo consecuencias.

Los ojos sufrieron las derivaciones, muy rojos de tanto refregar. Enrique Fiameni, el farmacéutico del pueblo, redujo mi problema después de ser consultado por mi madre, que me llevó ante él. Al día siguiente aparecí con anteojos oscuros en la escuela. Signo indiscutible de mi padecimiento temporario. Pero como decía un refrán en ese tiempo: “Sarna con gusto no pica”.

Las tardes subsiguientes sirvieron para reiterar la práctica, la diversión y el encuentro con amigas. Allí estaban las hamacas, esperándonos, pero era verano y teníamos compañía. El sonido de las cigarras en esos árboles llamados brachichitos era permanente y ensordecedor. Las escuchábamos también desde mi casa, pero allí, en la cercanía, atronaban en los largos días de verano.

Foto: Gentileza Club Independiente de Ataliva.

Los patines de Martha

Mi amiga Martha Ramb era la dueña de los patines y los llevaba al club. Era la única niña que practicaba en la pista, con bastante seguridad. Yo la miraba embelesada; era toda una novedad y sus piruetas (no demasiado audaces) a mí me deslumbraban.

Así como prestaba su bicicleta, así también era generosa ofreciendo sus patines. Pero si bien la novedad era tentadora, al principio la prudencia fue buena consejera y frenaba mis impulsos. Pero la pista se presentaba firme, lisa y apetecible. Su lisura invitaba a la acción.

Por supuesto, coraje hubo pero también aparecieron las caídas. Dejemos en claro que la pista no tuvo nada que ver. Estaba bien construida, firme y nivelada.

El polaco Happel

Huyendo de la guerra, el polaco Juan Happel ancló definitivamente en Ataliva. Rubio y de tez no muy blanca, encontró trabajo y vivienda en el Club Independiente. Una habitación del edificio le sirvió como morada y su responsabilidad era brindar sus cuidados especialmente a la cancha de fútbol y en definitiva, a todo el espacio concerniente a la institución deportiva.

Sabía contar anécdotas de su país y de la guerra. Ganó amigos prontamente y su presencia generaba confianza porque él estaba siempre allí, atento a cualquier necesidad de quienes concurríamos al club. No recuerdo cuál fue su destino, pero sé que la población lo apreciaba y valoraba. Aún hoy, conversando con algunos memoriosos que nacieron en Ataliva, su nombre y su trabajo son evocados con respeto.

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