REP 134 – Inocencia de juventud (Parte II)

Resumen del libro: «Apuntes para la historia de Sunchales», de Basilio M. Donato.

Nuestros juegos infantiles (continuación)
Todo el mundo trabajaba de sol a sol. Se descansaba los domingos, por la tarde, salvo que fuera a misa mayor; no había sábado inglés, ni vacaciones anuales, ni indemnización por despido pues no era necesario despedir a nadie abundando el trabajo; se desconocían las huelgas y los pliegos de condiciones. El ahorro constituía el aporte jubilatorio; se pensaba en la vejez y en soportar la «malatía», tener la casa y contar con la ayuda de los hijos, cuando las fuerzas, por el peso de los años, imposibilitaba al hombre para el trabajo.

Así era Sunchales, a iniciarse el nuevo siglo. En ese ambiente, nos íbamos criando, pero también jugábamos.

En la escuela, durante los recreos o antes de las clases, nuestros pasatiempo los constituían diversos juegos; las bolitas, por ejemplo: el «toya», el «hoyo», el «triángulo» o a la «chanta», por «dendeveras» o así nomás (pagando con bolitas si se perdía, o sin pago, amistosamente); a la mancha; a la rayuela o al rescate. Con una pelota al pasársela uno al otro, pero jamás se le hubiera ocurrido a alguien patearla, hubiera sido irreverencia.

Los trompos tenían su época siempre y cuando a la casa Ripamonti se le hubiera ocurrido comprar unas docenas para venderlos. Las niñas jugaban al «Gran Bonete» o a la ronda de «Sobre el puente de Avignón». También solían entretenerse con el «Ta, te, ti» sobre la pizarra.

Había en el patio una barra para realizar ciertos ejercicios gimnásticos y en medio del patio, un añoso algarrobo, centenario y de raigones que se extendían en todas direcciones, bajo cuya sombra nos defendíamos de los rayos del sol.

Fuera de la escuela, nuestros juegos eran un tanto bruscos. Había dos barras un tanto antagónicas, cuyos límites o campo de acción, lo constituían: «los de la estación del ferrocarril» y «los de la plaza». Era peligroso invadir sus dominios no siendo de la partida. En cada caso había que probar las fuerzas, la habilidad en la defensa personal o simplemente demostrar machismo. Estaba dadas las normas en cada caso y no se cometían abusos del más fuerte contra el más débil. De la misma edad y constitución física eran los oponentes.

Las pruebas consistían en una especie de lucha romana y el «visteo» (simular una lucha frente a frente) a pies juntos, terminaba, por el ardor de la pelea, en una trompeadura mutua, con lesiones nasales. Las carreras de velocidad y resistencia se realizaban en la plaza. A cien metros, entre dos apuestas o entre varios. De resistencia, varias vueltas en derredor de la plaza.

Livio Juan y Nilo Francisco Badariotti (Foto: Libro del cincuentenario de Sunchales, 1936).

La plaza tenía el aspecto de un potrero. Dos hileras dobles de paraísos en derredor de su perímetro, separadas por cuatro metros; la rodeaba un alambrado de cuatro hilos y torniquetes en las diagonales y en las medianeras. En los cuartos de su superficie, el tumbero municipal había sembrado alfalfa para sus dos caballos y todas las tardes llegaba justo en el momento en que jugábamos a la lucha romana sobre la verde alfombra forrajera, con la amenazante guadaña, sino abandonábamos el campo. Le pisábamos el alfalfar.

La plaza era un criadero de víboras y de lagartijas verdes a las que cazábamos pues era fácil descubrir la salida de emergencia, imperceptiblemente cubiertas por una tierra movediza, de sus cuevas. Otro pasatiempo, consistía en cazar chicharras en verano en la misma plaza.

Un juego medio brusco, era el de los «hoyos con pelota». Cuatro o cinco hoyos, según los jugadores, clavados en fila, tenía su dueño. De cierta distancia se tiraba la pelota a fin de embocar en un hoyo. El dueño de tal pocito, debía tomar rápidamente la bola y correr a los adversarios, alcanzándolos de un pelotazo. El tocado, era arrimado contra una pared por sus contrincantes, lo fusilaban a pelotazo limpio y fuerte con tres tiros cada uno. Los pelotazos dolían bastante…

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