Cada aniversario de un acontecimiento feliz lo evocamos a través de un encuentro, un festejo, remarcando en el almanaque aquella fecha gloriosa, inolvidable, donde nació un padre, un hijo, una nieta, o se produjo una boda, una graduación universitaria.
Múltiples situaciones que se visten de alegría, de mesa tendida y rodeada de rostros amados, atrapados luego con la cámara para que el momento pueda ser eterno. A través de las fotografías que el tiempo se encargará de teñir en color sepia, reiteraremos año tras año las vivencias que en los corazones perviven intactas.
Pero también las fechas nos traen evocaciones muy tristes de ausencias, desapariciones físicas y definitivas, esas que no forman parte de nuestras decisiones porque fueron impuestas e imprevistas en el camino de la vida y no hay olvido; la falta de ella jamás, jamás producirá amnesia, porque sería sinónimo de desamor, desdén, ingratitud, frialdad, omisión, abandono. Cada año se repite el calendario, lógicamente, donde existen números emblemáticos que tienen significados universales: bodas de plata, bodas de oro, etc. Y pasamos por algunas de ellas pero luego abordamos las otras, negativas, las ausentes, que no admiten festejos porque tienen un significado y una presión permanente que oprime los corazones. Allí la memoria es permanente, lúcida, día a día, a cada instante.
¿Resignación? Sí, por quienes nos rodean seguimos construyendo la vida familiar sobre sólidos andamios; ocupamos nuestros días con acciones íntimas o de proyección comunitaria; seguimos activos sin mostrar grietas en el alma. Cultivamos la amistad como sólido puente que une destinos y reduce las horas vacías. Sentirnos útiles y acompañadas es un elixir que no figura en las farmacias; lo creamos nosotras con nuestros pensamientos y acciones, sobre los sólidos pilares de la maravillosa familia que pudimos plasmar a través de los años.
Pero otra vez será primavera y aparecerá el 3 de octubre con todo el peso de la evocación. La remembranza señalará 25 años y no existe una denominación opuesta a las bodas de plata, porque no habrá celebración. El realismo impondrá las oraciones, el homenaje de las flores, la misa en el templo, la compañía de la hermosa familia que pudimos concebir mientras fuimos dos.
Los reiterados hechos felices de la línea familiar y cronológica: nacimientos, cumpleaños, bodas, egresos universitarios, rangos alcanzados, compañía íntima y cargas de afectos, tantos hitos maravillosos ostentan su magia pero no pueden ser plenos, rotundos, cuando aún se percibe la silla vacía.
¿Qué nos queda por afirmar? Memoria y gratitud por haber conocido la dicha plena. Sosiego del alma, aferrados a la oración, en ese día y en el mañana también. ¿Sosiego? Con esfuerzo, sí, por quienes nos rodean. Aunque nadie puede ni podrá penetrar en nuestra interioridad y medir el peso, la intensidad de la ausencia y del recuerdo.