Cien años del nacimiento de Vicente Cipolatti


Referenciar la figura de Vicente Cipolatti resulta una tarea harto compleja a partir de la importancia de su figura para el deporte motor sunchalense. Además, su imagen se acrecienta más en esta fecha en la cual se evoca el Centenario de su nacimiento.

Fruto de una exhaustiva investigación y con el aporte de su claridad de redacción y múltiples entrevistas efectuadas directamente con sus protagonistas, Chela de Lamberti publicó en el año 1998 «Huellas de gloria». De dicho libro compartiremos algunos de sus apartados para poder conocer más a esta verdadera leyenda sunchalense:

Los primeros motores
Vicente aún era un niño cuando inició su relación con los motores. Después de la escuela primaria trabajó para la Agencia Ford de Mario Luis Siccardi, en la esquina donde posteriormente se ubicó el Banco Rural. Allí cumplió tareas de cadete, limpiaba los motores y aprendió el oficio de mecánico. Tuvo únicamente ese patrón, excepcional, al que le deberá todo lo que sabe.

Leandro y Nelly son los hijos de esa personas extraordinaria, brotes de un mismo árbol que dio sus semillas para que «Chente» cumpliera con el camino hacia el cual estaba quizás predestinado. Ante una situación de enojo, su jefe acostumbraba a decir: «Dio Bono» y «Cristo, Cristo», invocando los nombres supremos, aunque sin la andanada de vocablos que en la actualidad se sueltan en un momento de ira. Siempre había dos sillas preparadas, para el abuelo Miguel Actis y Pedro Ristorto, su vecino. Las charlas eran muy entretenidas y se hablaba de todos los temas, especialmente de política.

El taller ocupaba un amplio espacio, hasta donde se halla hoy el comercio «La Esmeralda». Sus compañeros Aparicio Pavón y Roque Bonvicini, eran mecánicos que no estaban alfabetizados y a ellos Vicente les enseñaba cómo debían conectar el cableado, desentrañando consignas escritas. Cuentan que él no llegaba a los pedales y entonces le pedía a uno de ellos: «Corré el asiento».

A ese lugar volvería, recurrente en su pasión por entender y dominar la mecánica. No era solo una forma de ganarse la vida, constituía más que el entusiasmo de un aficionado. Significaba poder investigar los engranajes, penetrar en el intrincado funcionamiento, evaluar la potencia de cada mecanismo de los automóviles que guiarían su estrella de campeón argentino.

El auto número once
En 1962 llegó la noticia acerca de un auto que llevaba el número once.

Hugo Galaverna iba primero en las 500 Millas de Rafaela, pero se salió del circuito en una curva y como consecuencia de ello estropeó su vehículo. «¡Lo vendo!», fue la decisión de inmediato. «Mañana mismo lo vendo», le dijo a su mecánico.

La noticia cruzó distancias para llegar hasta Sunchales. Novedad que originaría un anhelo. Desprendimiento y ansias de posesión, dos extremos que se unen cuando se concreta la compra-venta de un elemento.

«Galaverna vende el auto… Galaverna vende el auto…» dijeron los vientos con preludios de aventura. Y desde allí, los contactos, las preguntas, para aprisionar una realidad: «Bueno, vengan», sería la contestación del potencial vendedor a los sunchalenses interesados en el automóvil de carrera.

Desechado por uno, pretendido por otro. El número once llegaría impreso en su costado… «exceso sobre el número de la perfección, el diez…» Número impar, «afirmativo y activo», como dice la mitología. El once, ligazón de lo inmortal con lo mortal. Todo vaticinaba la gloria, aunque el futuro ídolo no lo supiera entonces. Su destino estaba iluminado, pero fue él quien encendió los haces de luz, el foco de la cima de la montaña con laureles de fama.

No lo toquen
Chente visitó a Pian, quien hizo el chasis del auto. También fue a hablar con Jesús Ricardo Iglesias, que se lo había comprado a Pian.

– «¡No toquen el auto!» -era el consejo y casi una orden. «Si eligen diez circuitos, en seis va a andar perfecto, en dos irá regular y en otros dos, si ve que no anda, cárguelo y vaya de vuelta a su casa pero no lo toquen».

Así ocurrió, en algunos circuitos no hubo ningún problema y en otros se presentaba alguna dificultad pero Chente no quería que le tocaran el auto. «Mejor era bajarme y volver a Sunchales». Seguir aquellos sabios consejos le daba seguridad.

Iglesias se lo había vendido luego a Galaverna. De mano en mano, el auto llegó a Sunchales para llenarse de fama junto a su volante.

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