La dueña de una radiante sonrisa

La vida transcurre uniendo eslabones que conforman una existencia fértil y puede abarcar etapas variadas de una mujer, alumna, esposa, madre, amiga, docente, jubilada, todos enlaces que van dejando su sello particular para distinguir al ser humano. Cuando esa persona nos deja para internarse en el sendero definitivo de la partida, jamás será un número más en la fría lista numérica de las estadísticas. Seguramente habrá conquistado escenarios por donde transitó e imprimió huellas, además de los lazos sanguíneos donde lógicamente perduran vívidos los años de compañía.

Hilda Dardatti de Mori, nacida en Ataliva, recibida como maestra en el Colegio de la Misericordia en Rafaela, docente en Sunchales, supo calar hondo en sus compañeras que hoy adhieren su pesar a través de las redes, especialmente evocándola como Vicedirectora de la escuela N° 6388 “Juan B. V. Mitri”.

Su abuela paterna, Josefina Schiavi de Dardatti, nacida en Pancarana, región de Lombardía en Italia, arribó junto a cinco hermanos varones allá por 1886, entre ellos mi abuelo Pascual Schiavi, para asentarse ambos en el pueblo de Ataliva. En 1890 llegaron sus padres para conformar la familia americana, dejando parte de su sangre en la península europea. Hilda, la menor de tres hermanas – Graciela y Liliana, todas docentes – anidó bajo el cobijo de esta abuela al fallecer su madre siendo ella muy pequeña. Tuvo en la rumorosa y gran casona de los Dardatti todo el amparo y el amor para su crianza; una casa donde la gran familia le otorgó el mágico calor hogareño y la dulzura de los afectos para alimentar su espíritu y dotarla de una permanente sonrisa que la distinguió a lo largo de su vida.

Quiso el destino que fuera mi alumna de 6° grado dentro de un grupo de alumnos maravillosos por su rendimiento, el respeto de sus padres y la convivencia en el aula, saturada de momentos inolvidables. Siempre sonriente, enmarcado su rostro por esa abundancia de rulos permanentes, conquistaba compañeros con facilidad y jamás tuvo algún gesto discordante.

Casada con Alberto Mori (Cuqui), también de Ataliva, llegó a mi casa de Sunchales un día en busca de asesoramiento para ubicar aquí a su hijo en edad escolar, por la riqueza de esta ciudad en cuanto a profesionales especializados. La calle Alberdi, cercana al Cicles, fue epicentro de su nueva vida. Y finalmente se ubicó como docente en la escuela del barrio, donde llegó a ocupar el cargo de vicedirectora. Pero la jubilación y su viudez la reintegraron a sus lares, donde todo el pueblo actúa como continente en ese territorio que la viera nacer.

Los últimos años no fueron fáciles para ella debido a esa fatídica enfermedad que desconecta a los seres humanos de la realidad y los transporta a un mundo ajeno al nuestro, incomprensible, negándonos los vínculos de la memoria. Duele ser observado por una persona amada y no ser, quizás, reconocido por ella, negándonos la riqueza del contacto verbal y el intercambio de frases para manifestarle nuestros sentimientos.

Sacude la noticia y aflora el cúmulo de vivencias compartidas. Nacimiento, juegos, infancia, escuela, maternidad, docencia, todas admirables facetas engarzadas en las ligaduras de la sangre nacida allá, en tierras italianas. La hora suprema debiera aparecer con más tardanza cuando aún la edad promete compartir con familia y amistades la tarea de vivir. Pero partir y dejar rastros de fecundidad representa haber desplegado años útiles en la existencia terrenal. Rabindranath Tagore escribió: “Como un mar, alrededor de la soleada isla de la vida, la muerte canta noche y día su canción sin fin”. Quizás en Hilda perdure su radiante sonrisa.

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