Dónde quedó el niño

La vida transcurría simple y tranquila, con la placidez de la savia pueblerina inmersa en la brevedad de su cartografía y en la tranquilidad de un tiempo sin apremios ni la vorágine que llegaría décadas después. Corría diciembre y el almanaque mostraba con rojo estridente una fecha repetida y de resonancia en los espíritus. NAVIDAD se anunciaba y si bien la celebración no incluía lo que hoy urge en la faz del consumismo y la resonancia que le imprimen las grandes urbes, implicaba recogimiento, solemnidad familiar y quizás -no siempre- algunos hogares mostraban el clásico arbolito. Los corazones infantiles se conmovían ante la expectativa de esa noche que marcaría la presencia “invisible” – porque el sueño sería superior – de aquel ser pequeñito que llegaría donde hubiera un niño cándido, confiado, envuelto en la trama de la ilusión genuina que teje la urdimbre de la espera. Un juguete, un pedido, un anhelo infantil se corporizaría para satisfacer el anhelo.

¿Y cómo haría? ¿Cómo entraría si las ventanas estaban cerradas, si las persianas mostraban poco espacio posible, por dónde? ¿Y qué tan pequeñito se volvería para cumplir su misión de entrega? No era época de cartitas. No recuerdo haberlas escrito; lo comentábamos con nuestros padres o en nuestras oraciones nocturnas. “Dios está en todas partes y sabe, nos escucha, nos ve”, decía mi madre. Y el NIÑO DIOS- porque así se llamaba- llegaría con nuestro pedido. ¿Cuál Niño? El de Belén, aquel del pesebre, convertido ahora en generoso causante de la alegría infantil precisamente cada 24 de diciembre, casi la misma fecha de su nacimiento. El regocijo intenso llegaría a la mañana inundando el pueblo de un aura bella y asombrosa, con sabor a niñez.

¿En qué momento dejó de visitarnos el Niño Dios? ¿Cuándo le abrimos la puerta a un personaje extraño, súper abrigado, de rojo esplendor, con desconocidos renos y trineos? Para descubrir el origen de Papá Noel, hay que remontarse al siglo III d.C. En la ciudad turca de Patara nació el obispo cristiano llamado Nicolás de Bari, figura sobre la que se cimenta el personaje actual de Santa Claus y que podemos identificar como el creador de Papá Noel. ¿Por qué Santa Claus viste de rojo? Se cree que los colores derivan del original San Nicolás, quien fue obispo de Myra en el siglo IV. El rojo y el blanco eran los tonos de las túnicas tradicionales de los obispos. San Nicolás falleció el 6 de diciembre del 345, fecha muy próxima a la Navidad; se decidió entonces que este santo era la figura perfecta para repartir regalos y golosinas a los niños en el Día de Navidad. En el siglo XII la tradición de San Nicolás creció por Europa, y hacia el siglo XVII emigrantes holandeses llevaron la costumbre a Estados Unidos, donde se suele dejar galletas o pasteles caseros y un vaso de leche a Santa Clausse que creó a raíz del nombre del santo en alemán, San Nikolaus o Nicolás. De ahí saldrá lo de ‘Claus’.

También leemos que el aspecto de San Nicolás de Bari era muy distinto al que se le atribuye hoy: tenía complexión delgada y era de gran estatura. Y el hecho de que lo representen siempre con una bolsa y tenga la fama de repartidor de regalos se debe a que, en cierta ocasión, el santo tuvo conocimiento de que la hija de uno de sus vecinos iba a casarse y su padre no tenía dinero para la dote, por lo que decidió entregarle una bolsa con monedas de oro. Así, la boda pudo celebrarse y, desde entonces, cobró fuerza la costumbre de intercambiar regalos en Navidad. Hábitos y personajes lejanos; otro tiempo, distinto escenario en zona de nieve, renos, trineos. Todo cruzó la dimensión geográfica y se instaló desterrando nuestros hábitos anteriores y genuinos. Para una familia católica creer en el Niño Dios era algo así como el manejo inicial del concepto religioso y la confianza en un ser superior, hermoso, familiar y afectivo: un Dios bondadoso.

Me pregunto… ¿dónde quedó aquel Niño Dios? Indudablemente, en la memoria y en el corazón de aquellos infantes de antaño, enmarcados hoy con el título de abuelos. Se ven casi obligados a incorporar lo moderno, aunque quizás íntimamente algunos no lo acepten. La alegría de los pequeños de la casa constituye un valor predominante, pero no es lo único. La celebración de la Navidad se nutre de la esencia tradicional – congregados junto a la mesa-, del rezo y los augurios, de los sentimientos gozosos que nos invaden. Olvidemos los desencuentros, consolidemos los lazos, proyectemos un futuro de unidad. Que el brindis sea realmente un augurio sincero, profundo y culminante. Y demos gracias a Dios por estar enalteciendo la Navidad en familia.

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Chela de Lamberti


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